El Ángel estaba pintado de negro. Nunca lo había visto de esa forma. Ni siquiera en las imágenes mentales que inconscientemente anticipas sobre lo que vas a vivir, pensaba que iba a ver eso. Avenida Paseo de la Reforma, la más bonita de la ciudad de México, tomada por personas de semblante molesto, la gran mayoría vestidas de negro. Luto. Pasaban unos minutos después de las 5 de la tarde, la hora a la que fuimos convocados para marchar —una vez más— hasta el Zócalo para protestar, reclamar la justicia que nos prometieron y que no hemos visto.
Pareciera una novela de ciencia ficción, o tal vez un libro de historia, pero las imágenes y las anécdotas de anoche fueron reales. Estamos haciendo historia. El motivo es uno: estamos a punto de cumplir dos meses de que un servidor público y su esposa, con la mano en la cintura, mandaron a un grupo de delincuencia organizada desaparecer, torturar y asesinar a unos normalistas revoltosos que querían boicotear un discurso. Jamás imaginaron la gravedad del asunto. El gobierno, en clara combinación con el narcotráfico, mandó matar estudiantes. Dice el dicho que “un pueblo que no conoce su historia está destinado a repetirla”. Tan triste, tan cierto, tan violento. No sólo repetimos la historia, sino que multiplicamos el horror y la barbarie. Dejamos el poder en manos de quienes se alimentan de él. Irresponsables, despreocupados, dejamos que el gobierno hiciera lo que nosotros no queríamos ni ver. Y repetimos la historia.